sábado, 10 de noviembre de 2012

Kong Nyong


En marzo de 1993, un fotógrafo sudafricano, Kevin Carter, se encontraba en el sur de Sudán realizando un reportaje sobre el movimiento rebelde de la región. Entre otras cosas encontró a un niño, Kong Nyong, víctima de aquello que muchos no sabemos lo que es, el hambre, y lo fotografió. El impacto de su foto, con un buitre acechando al chaval, ganó un premio Pulitzer. Para cualquiera que la vea desde su pantalla, lejos de la realidad, con todo lo que ello implica, resulta como poco sobrecogedora, inspiradora de algún comentario nada objetivo. Y digo esto porque se nos ha educado para ello. Nos han metido este tipo de imágenes en la sopa, sensacionalistas, hirientes y acusadoras, acompañando algún comentario del tipo qué mal que está el mundo, etc etc, y sus múltiples variantes.

El niño no moría. Al parecer, sólo descansaba, de camino al puesto desde donde la ONU asistía al pueblo de Ayod, repartiendo alimentos.

Hoy mi hija ha llegado a la foto, por casualidad, navegando por la red, según me ha dicho mientras paseábamos. ¿Y qué has visto?, le he preguntado. Una niña que se moría y un buitre que esperaba su muerte para comérsela. A este comentario se le incluye un sentimiento, claro, que empatiza con el dolor ajeno. Mi hija, que tiene diez años, está cargada de receptores conectados al corazón. Ella es mi corazón, porque el mío ya no es puro y no sirve. Y no sé si hago bien, pero he tratado de hacerle entender aquello de la manipulación a la que se ve sometido todo aquél que se pone a su alcance cuando adquiere un medio de comunicación, desde los diferentes aparatos caseros, pasando por la prensa y hasta los comentarios que nacen de las creencias populares y sus sentidos comunes. Tan poco sentidas.

Lo que hubiera sido lógico, le he empezado a explicar, es que no hubiéramos llegado a ser tantos en el mundo, porque somos depredadores, de manera que nosotros no somos alimento para ningún otro ser, salvo cuando morimos, y sin embargo, nosotros nos servimos de muchos de ellos para alimentarnos. Y como somos tantos, no queda otra solución, tal y como lo hemos planteado, que arrasar el Planeta para abastecernos. Y no ya para comer, sino para satisfacer toda serie de necesidades, la inmensa mayoría inventadas, en realidad. 

Estas necesidades trascienden más allá de lo individual, y se convierten en necesidades de grupo, consistentes en el dominio de unos sobre otros, por aquellos del estatus. Y el grupo, ya no lo componen un puñado de personas, sino millones de ellas, en supuesta organización, de manera que mientras un puñado de entre estos millones deciden la manera de imponer el territorio propio sobre el ajeno, con formas, unas menos lícitas que otras (nunca debería de serlo, si hiciéramos un buen uso de la inteligencia de la que tanto nos jactamos), el resto apoya, no sin una manipulación previa, claro está, y defiende lo suyo con los sentimientos territoriales y nacionalistas que en última instancia, admitámoslo, siempre aflora.

Si no hubiera sido por el momento en que empezamos a cercar pedazos de tierra para cultivar (y por tanto, el pedazo de tierra pasaba a tener dueño, el cual debía defenderlo de aquellos que encontraban un recurso fácil para encontrar el preciado alimento, a costa del trabajo del primero, que no estaba dispuesto a compartir, aunque sí a negociar), este sentimiento territorial nunca se hubiera desarrollado hasta tales extremos, y seguiríamos viviendo en pequeños clanes, en los cuales se daría un equilibrio natural, y muchos morirían. Y estas muertes no serían vistas con sensacionalismos, sino que se acatarían y se seguiría adelante, tal cual la hembra pierde varias crías en cada camada y sigue amamantando a las que todavía le quedan, sin convertir la situación en algo dramático.

Aunque Kong Nyong no murió, pudo no haber tenido suerte. Y si fuéramos seres naturales, no deberíamos buscar culpables. El problema es que de natural no nos queda nada. Si hay niños que pueden morir, hoy en día, de hambre, es debido, por lo general, a muchas personas que por defender lo que es suyo, ponen medios para que otros no se lo arrebaten. Se trata de cercar el terreno y tratar de robar al otro, por si las moscas, todo aquello que pueda sugerir una riqueza en potencia y por tanto, una amenaza. Y como esto es realmente muy cruel, hay que disfrazar la mezquindad humana lavando la cara a base de organizaciones gubernamentales y no gubernamentales (sustentadas en buena parte por las primeras), que ofrecen su caridad humillando de esta manera y hasta la saciedad a aquellos que lo perdieron todo a favor de la vanidad, territorialismo y otros primitivos instintos humanos. De esta manera se ejerce una actividad colonizadora de lo más sutil y eficaz, porque es visto con buenos ojos por sus contribuyentes, los sustentadores de estas organizaciones. Por un lado, tenemos al puñado de dirigentes que colonizan y por otro, al resto de muchos de sus millones que son vilmente engañados ya que hacen la mayor fuerza sobre una actividad que, de otra manera, y visto de una forma objetiva, nunca aceptarían (bueno, a lo mejor sí, que el animal humano viene con sorpresas, por lo general, muy poco alentadoras). 

Y lo peor de todo es que generan nuevas necesidades a aquellos que no las deberían de tener. Porque, que yo sepa, los pueblos del medio rural siempre han vivido generando alimentos con sus recursos naturales, a través de la agricultura y de la ganadería, y no puedo entender por qué lo han dejado de hacer en muchos casos. De la única manera que me lo explico, es porque vinieron otros regalando el alimento y fueron perdiendo su cultura de subsistencia, hasta que las generaciones venideras no entendieron otra manera de llevarse el alimento a la boca que no fuera sino esperando el bocado en la mano traicionera, que cada vez más fue reduciendo la ración hasta convertirlo en migajas. Y para cuando se dieron cuenta ya fue tarde. Ya olvidaron que el animal humano ofrece muchas posibilidades, y se hicieron dependientes. Cayeron en la trampa. 

Luego viene el instinto de supervivencia, que hace, para rematar, que uno quiera ponerse de parte de aquél que tiene el pan, de manera que vemos, y esto lo podemos comprobar en la calle, que aquellos que han llegado de países oprimidos lo hacen con una terrible sed de riqueza. Y por qué no admitirlo, si es de lo más humano, terrible sed de venganza. Necesidad de humillar a quien primero humilló.

Y este ciclo que viene repitiéndose una y otra vez resulta ser la ley de vida, la del animal humano, claro. Y mi pregunta es: ¿pudo haber sido de otra manera?  

viernes, 12 de octubre de 2012

educación


Desde que a muchos les ha tocado la crisis de verdad (y para otros, la mayoría, decir que hay crisis supone estar a la última (y chabacana) moda callejera), observo que se ha incrementado el número de chavales captadores de socios para colaborar con pequeñas aportaciones mensuales en diferentes ONG,s que hacen una labor social, preferentemente en países considerados tercermundistas. Te paran por la calle y empiezan a argumentarte las razones por las que es necesaria la colaboración ciudadana. En la mayoría de los casos llevan en sus carpetas la imagen de un niño desnutrido que espera a ser apadrinado, imagen usada como gancho para conseguir vender su producto. A cambio, recibirán una pequeña comisión, siempre y cuando el cliente mantenga su compromiso un número mínimo de meses, 3 o 4. Si el cliente se da de baja antes del período estipulado, el chaval perderá su comisión, puesto que la cifra ofrecida por el socio no es suficiente para cubrir los, al parecer, gastos generados. Cualquiera puede servir para realizar este trabajo. El incentivo económico es más que suficiente para que cualquiera esté dispuesto a aprender a defender sus argumentos a favor de la ONG para la que trabaja, y tiene a su disposición una serie de impactantes imágenes y cifras deslumbrantes para demostrar lo mucho que se incide para erradicar la pobreza. 

Para mí es muy relevante lo que te explican, porque deja entrever la educación que ha recibido el chaval, aquello que se le ha explicado desde niño, las causa de la pobreza, descubiertas desde el sofá frente a la televisión que emite imágenes y juicios de valor al respecto.

Por lo general, inciden mucho en la educación. Los pobres lo son porque no han recibido educación. Por lo tanto, hagamos escuelas, y así, conseguiremos que los niños que estudien salgan de la pobreza. En el norte se ha descubierto cuál es la necesidad: educación.

Nos trasladamos ahora a una aldea de campesinos en India, por ejemplo. Una familia allí subsiste gracias a los productos que hace emerger en su parcela de tierra. Labrar la tierra, sembrar, cuidarla, limpiarla, cosechar, vender… este trabajo requiere gran esfuerzo, constancia y experiencia. Además, mano de obra, que por lo general, está formada por los miembros de una familia. Teniendo en cuenta la calidad de vida, resulta que estos campesinos tienen, lógicamente, una esperanza de vida inferior a la nuestra, por lo que se hace necesario comenzar a aprender el arte de la agricultura desde bien pequeño, en la medida de las posibilidades físicas de los pequeños. Pero esto garantiza que para cuando el cabeza de familia no esté, los niños, ya adolescentes o jovencitos,  se sepan valer por sí mismos e incluso saber ya llevar la economía familiar. Aprender a vivir y a subsistir, al fin y al cabo, como todo el mundo hace. Para muchos de ellos, ir a la escuela es un hecho improbable, y no porque no haya una a la que acudir (a varios kilómetros, eso sí, y hay que ir a pie, invirtiendo para ello horas), sino porque esto supone romper con la tradición familiar, no aprender el oficio que les trae el pan al hogar, no poder cuidar de sus ancianos y enfermos pero lo peor, no poder transmitir a sus descendientes los conocimientos adecuados para garantizar la subsistencia.

Desde el norte se piensa (sin pensar en realidad), se tiene la idea de que si un niño estudia, sale del poblado y se va a la ciudad para convertirse en médico o ingeniero, ganará mucho dinero y saldrá para siempre de esa pobreza que se supone que caracteriza a los campesinos, haciéndolos tan indignos. El cuento de la lechera, vamos. Digo yo que, si eso se espera de un niño de India, de los nuestros debemos esperar, que tienen todas las necesidades cubiertas y autobuses escolares a su disposición, que lleguen, por lo menos, a ministros. Y ya vemos que esto no pasa. 

Será que la realidad no se nos ha relevado y que si no tenemos ni la más remota idea de la vida de nuestro vecino, mucho menos la tenemos de la de familias que viven una cultura totalmente diferente a la nuestra a miles de kilómetros de nuestro hogar. ¿Acaso no nos quejamos siempre de que no nos comprende nuestra pareja, nuestro jefe, nuestro padre, nuestro hijo etc , etc, siendo que compartimos incluso el mismo techo? ¿De dónde surge esa manía de sentirnos capacitados para entender las necesidades de aquellos que consideramos “necesitados y pobres”? ¿No será en realidad que los necesitados somos nosotros, los que imponemos voluntades? ¿No será que necesitamos que nos necesiten?

Podemos comprobar, y haciendo un esfuerzo para ser honestos con nosotros mismos, que el hombre (macho) necesita cuidar de la mujer (hembra), y que si esta se revela y se muestra como lo que es, un ser igual o más capacitada, no dependiente de él, habrá conflicto. Si nuestro hijo se revela y muestra que es capaz de llevar su vida a su manera, habrá conflicto. Si un empleado se empeña en hacer ver a su jefe que se equivoca, habrá conflicto. Si un país dice que no necesita al otro, habrá conflicto. Y la lucha irá orientada a conseguir el desequilibrio,  un superior y un inferior.

El que se considera superior, en base a unos ideales que los considera válidos y acertados, argumenta todos los puntos que coloca al otro en una situación de inferioridad y que por tanto necesita de la intervención del primero. Y puesto que en muchos casos estos puntos son resueltos sin contar con la voz de aquél sobre el que se actúa, resulta que ni siquiera son conocidas las necesidades, en el supuesto, claro, de que estas existan (que ni eso). Sin embargo, estos argumentos auto justifican las acciones emprendidas por seres humanos, entidades y naciones enteras. Puesto que las personas que componen el sistema de gobierno de una nación están ahí porque ya justificaron su superioridad sobre los gobernados, deben recordar los argumentos a los que se deben unos y otros a través de los diferentes medios de comunicación, que llegan a todos los rincones del territorio sobre el que se quiere actuar. Me necesitas por este motivo. Y nosotros, como corderos, y para integrarnos en la sociedad a la que queremos sentirnos pertenecientes, rezamos los argumentos en cada oración. Y así, un ejemplo cualquiera es ver cómo un chaval de 20 años se siente perfectamente capacitado para explicar a una persona de 50 por qué India necesita de una colaboración económica mensual, para hacer escuelas que acaben con la pobreza de los niños que estudien. Y la persona de 50 piensa que el chaval va por buen camino, que qué razón que tiene. Al menos se merece su comisión. 

domingo, 30 de septiembre de 2012

elefantes y musarañas

Voy a transcribir un fragmento del libro “La especie elegida” de Juan Luis Arsuaga, que me parece muy interesante porque explica de una forma muy objetiva y básica de qué va eso de la inteligencia:

“El tamaño promedio del encéfalo humano está en torno a los 1250 g, y aunque es superior al de cualquier otra especie de primate o al de la mayoría de los animales, es claramente inferior al de los grandes mamíferos: el de la ballena azul (el animal más grande que ha existido) ronda los 6800 g y el elefante africano (el mayor mamífero terrestre vivo) está en torno a los 5700 g.

 ¿Quiere esto decir que los elefantes son más inteligentes que los humanos? No. Lo que sucede es que, puesto que el trabajo del encéfalo consiste en coordinar el funcionamiento del resto del cuerpo, cuanto más grande sea este, mayor será el encéfalo requerido para una adecuada coordinación. Por ello, a la hora de comparar el tamaño encefálico de dos especies hay que tener en cuenta el efecto del tamaño corporal sobre el tamaño del propio encéfalo.

Una manera sencilla de relacionar el tamaño del cuerpo con el del encéfalo consiste en dividir el peso del encéfalo entre el peso del cuerpo. De esta forma hallaremos la proporción existente entre ambos. Cuanto mayor sea dicha proporción más gramos de encéfalo tendrá un animal por cada gramo de peso corporal. Con esta operación tenemos que los animales más encefalizados no somos nosotros, sino los mamíferos más pequeños, las musarañas, y dentro de estas, la etrusca, cuyo peso no supera los 3 g, y que presentan encéfalos proporcionalmente mayores para su peso corporal. Sin embargo, tampoco son más inteligentes que nosotros.
El tamaño del encéfalo aumenta más despacio que el tamaño del cuerpo, o dicho de otro modo, el encéfalo se va haciendo proporcionalmente menor al aumentar el tamaño del cuerpo. Este fenómeno, el cambio en las proporciones entre los órganos al aumentar el tamaño corporal, es muy común en los seres vivos y recibe el nombre de alometría o Ley de la Disarmonía.

Existe alometría entre los adultos de la misma especie. Un buen ejemplo lo constituye la variación del “peso ideal” en relación con la estatura. A medida que la estatura aumenta, el peso ideal se va haciendo relativamente mayor, de manera que a una mujer de 150 cm le corresponden 47 kg de peso ideal, es decir, 315 g por cada centímetro, mientras que otra de 180 cm debería tener un peso ideal de 67 kg, o 372 g por cm.
Dado que el encéfalo de los mamíferos crece alométricamente respecto del tamaño corporal, la única manera de comparar el encéfalo de especies de tamaño diferentes es la de calcular el peso encefálico que debería tener cada una de ellas según su peso corporal y comparar dichos “pesos encefálicos ideales” con sus pesos encefálicos reales. Aquella especie que presente un mayor superávit en el peso encefálico será la más encefalizada.

El peso encefálico que le corresponde a un organismo en función de su peso corporal es el “valor esperado” (su peso encefálico ideal) mientras que el tamaño que realmente tiene su encéfalo se le llama “valor encontrado”. El índice entre ambos valores (encontrado/esperado) se conoce como índice de encefalización y mide la disparidad entre el tamaño que debería tener el encéfalo de un animal y el tamaño que en realidad tiene. Cuando el índice de encefalización de una especie es igual a 1, podemos decir que sus valores esperado y encontrado son iguales y, por lo tanto, que su encéfalo es el que le corresponde por su tamaño. Si el valor del índice es menor que 1, entonces el valor encontrado es menor que el esperado y la especie tiene un encéfalo menor del que le correspondería, mientras que valores del índice superiores a 1 indican encéfalos mayores de lo esperado.

Algunas conclusiones son:

  • Los primates aparecen como un grupo de mamíferos altamente encefalizados (pero no los más encefalizados, como a menudo se sostiene). Los valores de los índices de los primates estudiados son mayores a 1.
  • La especie Homo sapiens es la más encefalizada de todos los mamíferos. Su índice arroja una cifra superior a 7, es decir, que nuestro encéfalo es más de 7 veces mayor de lo que le correspondería a un mamífero de nuestro peso corporal.
  • Las especies que aparecen como más próximas a los humanos en cuanto a encefalización no son otros primates sino los cetáceos. En especial los delfines, con valores de los índices de encefalización mayores de 4.”

Según este texto, entiendo que lo mejor es mantener al cuerpo bien equilibrado, y que una modificación sobre este perjudica siempre su estado natural, al sufrir un desequilibrio, no sólo física sino también psicológicamente. Aunque tengo una duda: en el caso de reducir nuestro peso corporal, bajo supervisión médica, o con conocimiento de lo que se hace, es decir, aportando todos los nutrientes necesarios para el correcto funcionamiento del organismo, ¿nos volveríamos más encefalizados, puesto que el cerebro coordinaría menor cantidad de masa corporal?. Pienso en los orientales, que por lo general mantienen el mismo peso encefálico mientras que tienen menor peso corporal que la media. También en los alemanes y americanos del norte, muchos de ellos tan enormes y con esos excesos de tejido adiposo. O los esquimales, bajitos y rechonchos, adaptados a las condiciones climáticas extremas. Y así cada una de las diferencias que encontramos en cada cultura. A veces por desequilibrios adaptativos del medio (hablando en términos de relatividad, claro), otras por mantener malas costumbres, aprendidas en nuestra contra-natura sociedad, desnutrición… u otros motivos, que según este texto, pueden ser encontradas muchas diferencias a nivel de intelecto dentro de nuestra especie. 

Me parece evidente que el ser humano ha desarrollado diferentes artimañas para someter unos pueblos a otros, y que entre estas no se encuentra la superioridad intelectual. Más bien lo vería al revés: Culturas intelectualmente inferiores han sometido a otras superiores por mera codicia, por verse incapaces, y a su vez humilladas, por no poseer las riquezas (en cualquiera de sus formas) ajenas. En una situación de desigualdad, está claro que no es el intelecto, sino la fuerza y la posesión de medios destructivos las que ganan las batallas.

Es el desequilibrio artificial el que conlleva al cambio artificial, y por medio podemos encontrar emociones y sentimientos negativos que impulsan a la acción, y que este, podemos comprobar, va orientada hacia la destrucción de la especie a la que se pertenece.

domingo, 23 de septiembre de 2012

el verbo inerte

Hace ya bastante tiempo que me convencí de que todos los humanos somos igual de inteligentes. Pensaba que lo que cambian son los diferentes tipos de conexiones que se desarrollan en nuestro cerebro. Digamos diferentes combinaciones entre diferentes neuronas y diferentes resultados. Y que estas combinaciones tienen lugar primero, teniendo en cuenta nuestra tendencia natural o peculiaridad y segundo, a partir de las diferentes experiencias vividas en nuestra propia historia. Más o menos neuronas conectadas entre sí dependiendo de la dificultad de la tarea a superar y de la frecuencia con que se repite la misma, de manera que grupos de neuronas se van especializando en determinadas funciones. 

Tendríamos así que unas personas son mejores en matemáticas, otras con la pintura, aquellas son buenas oradoras, y aquellos otros expertos estrategas. Todo sirve. Todo es la especialidad de cada cual, lo que ha aprendido a cultivar para sobrevivir. Cada cual sabe lo que necesita saber en y para sus particulares vidas.

Y sin embargo, intuyo que me equivoco en algún punto básico. Creo que, para empezar, hablo de la inteligencia como si supiera a qué me estoy refiriendo. He de ser consciente de que esta palabra ha sido muy interesadamente manipulada. “Inteligencia” es una palabra que aparece constantemente allí donde una cosa se impone a otra. Es una palabra que justifica el por qué de las desigualdades, el por qué de las relaciones de poder. La usamos para justificar algún tipo de superioridad basada en la inteligencia. 

Creo que me equivoco porque lo que he estado haciendo es desarrollar una idea reactiva, que me sirve para defender una idea contraria a otra que surge desde una posición social que rechazo enérgicamente. Estamos partiendo de una base equivocada, confeccionada a medida de la clase dirigente, la cual crea una reacción, a favor o en contra, pero siempre orbitando sobre el mismo astro equivocado.

Yo me he creado mi propia definición. Entiendo la inteligencia como la capacidad para modificar un comportamiento que obedece a un impulso innato. Este impulso está claramente orientado hacia la satisfacción de una necesidad. Por tanto, primero es necesario que la necesidad esté identificada, y segundo, saber cómo vamos a hacer para satisfacer de una manera adecuada (o no) esa necesidad.

Sin embargo, no logro entender cuál es el objeto de la inteligencia. En realidad, creo que me decanto por pensar que se trata de un error natural que desafortunadamente, se ha impuesto como un instrumento básico para la supervivencia de la especie, cuando en realidad no es necesaria para tal fin, ya que para ello ya venimos con un libro de instrucciones innato. Más que para la supervivencia, sirve para desviar las tendencias naturales hacia otras que no lo son.

En una de mis entradas, titulada “Darwin”, explico que la naturaleza no tiene objetivos, que la selección natural es casual, involuntaria y oportunista. Que el ser humano haya aprovechado la oportunidad de un tamaño de cerebro proporcionalmente grande no obedece a una finalidad superior, ni venimos para algo especial, ni nuestra presencia es esencial ni mucho menos, superior a ningún otro ser. Aún no hemos dado con la manera de generar, por ejemplo, oxígeno, como hacen las plantas. Y eso que nos supone una necesidad básica.

Por otro lado, creo que aún sufrimos una mayor desgracia, y consiste en el desarrollo del lenguaje complejo, verbal, escrito o gestual, como instrumento capaz de expresar una idea, capaz por sí sola de satisfacer necesidades y que se antepone a una acción. No necesitamos actuar para satisfacer una necesidad. Con solo hablar lo conseguimos. No necesitamos agredir físicamente para imponer nuestra voluntad sobre otra persona. No necesitamos asaltar la barra de un bar en busca de comida. Ya llega el camarero y le expresamos que queremos carne. Satisfacemos nuestra necesidad de alimentarnos con solo unos movimientos guturales en combinación con determinadas posiciones bucales.

Es posible que a través del lenguaje hayamos desarrollado un mundo de ideas descomunalmente superior al mundo que percibimos con los órganos de los sentidos, y que por sí solos son más que suficientes para realizar nuestras funciones. 

A través del lenguaje manipulamos la manera en que conseguimos satisfacer nuestras necesidades, incluso las que son más básicas. Pero además, creamos otras nuevas necesidades que se albergan en un mundo abstracto. Y con un nuevo mundo tan sumamente desarrollado a través del lenguaje verbal y escrito, nos enfrentamos a unas necesidades “virtuales” que en realidad no necesitamos para nada, pero que hemos implantado como básicas para la supervivencia. No poder satisfacerlas nos frustra. Pero más frustrante resulta saber que esa necesidad en realidad no surge de uno mismo y que por tanto no se sabe a qué fin obedece, pero que hay que  satisfacer porque se nos ha impuesto como algo esencial.  En qué nos hemos convertido!!!... 

Por poner un ejemplo, podemos pensar en todo un sistema de creencias que uno interioriza a través de un proceso de socialización que es posible en su mayor parte gracias al lenguaje, y que prepara para saber entender el medio en el que  uno le ha tocado nacer. Este sistema de creencias no responde a una inteligencia superior, creo yo, sino a una expresión de necesidades de unas pocas personas, dirigentes de otras muchas, a las cuales, y por medio del lenguaje, se les impusieron como una necesidad adaptativa.

Y lo peor, es que llegados a este punto, se considera tonta a una persona que no tiene la necesidad de saber las cosas que dijeron otros, porque no le satisface, porque no lo necesita para sobrevivir. Y de esta manera tenemos que todo aquello diferente a nosotros resulta tonto, poco inteligente, inferior a fin de cuentas. Y si nos fijamos bien, por un lado hay un rechazo generalizado a aceptar las ideas que son impuestas por otros. Pero por otro, criticamos enérgicamente a aquellos que no siguen las normas. ¿En qué quedamos? ¿De qué parte estamos?

sábado, 15 de septiembre de 2012

el cernícalo


A veces sucede que la calle es demasiado ancha y el semáforo se pone en rojo para los peatones cuando falta un tercio de recorrido para ponerse a salvo. Justo en ese instante algunos coches que estaban situados en la línea de salida ya no lo están, sino que se encuentran a 100 metros por delante del semáforo, y bueno, los que no pueden pasar por mi presencia y la de otros peatones se ponen histéricos y manifiestan su rabia mediante un impertinente y cacofónico claxon de su coche, mientras pegan acelerones e intuyes, por las muecas tras la luna delantera, que por la boca del conductor están saliendo muchas palabras que no recogen los diccionarios de lengua cualquiera.

Ante esta situación, me paro y alzo la vista al cielo, distraídamente, para divisar a la pareja de cernícalos que posiblemente hayan integrado en la ciudad como medida de control a la desenfrenada masa de estorninos, y que en esos instantes también cruzan la calle, a metros de altura. De nuevo vuelvo la vista hacia el ya desquiciado conductor que pretende decirme que está en posición de ganar la batalla. Es de lo más esperpéntica y, si además es un día de radiante Sol, divertida situación. 

Después de esto, me pregunto qué pasaría si no existieran las leyes que castigan el asesinato. ¿Hubiera pasado el coche por encima de mí sin mayores contemplaciones? Me contesto que sí, que si reprimió una conducta genocida fue por las consecuencias que hubiera conllevado el hecho de atropellarme.

Es necesario algo más que reglas sociales para conseguir una convivencia. Es necesaria la voluntad de querer convivir. Pero, ¿qué voluntad puede haber si no existe una necesidad?. Que el ser humano haya decidido convivir entre muchos más miembros de los que pide su naturaleza debe haber sido por las ventajas reportadas, por la especialización de diversas tareas, cada uno dedicado a una función, y que todas ellas sean necesarias para mejorar la calidad de vida del conjunto. 

Muchos conviviendo, muchos dispuestos a defender los intereses del clan varía irremediablemente el equilibrio de un estado natural, en el que muchos mueren siendo aún niños, unos pocos consigue reproducirse y alguno consigue alcanzar la edad que permite haber acumulado la sabiduría de una cultura para poder transmitirla a los que vienen detrás. Pero al alterar voluntariamente el orden natural, al morir muchos menos de los que debieran, al aumentar tan desmesuradamente nuestra esperanza de vida, el crecimiento se vuelve insostenible y se pierde la necesidad de defensa mutua por mor de la autodefensa, puesto que la amenaza comparte ahora nuestro mismo espacio y tiene nombre y apellidos. Hay que defenderse de un semejante que amenaza con invadir nuestro espacio vital, con el único objetivo de poseerlo y controlarlo, por lo que no es posible más que un aparente pacto social en el que unos pocos dictan normas y una mayoría consiente a cambio de un cada vez más débil espacio privado.

Tanta gente no puede especializarse, porque no hay tantas tareas, o tantas que sean necesarias para subsistir. Si nos ponemos a pensar, aunque sea muy débilmente, vemos rápidamente que prácticamente la totalidad de nuestras acciones son innecesarias y absurdas. No contribuyen a ninguna causa, más allá de justificar nuestra absurda existencia. Por qué si no íbamos a tener las permanentes crisis existenciales, acerca de lo que somos, y el típico de dónde venimos y a dónde vamos.

Una gran parte de nuestros semejantes nos resultan innecesarios, y sabemos que la vida sería más agradable sin ellos. ¿Para qué sirven?¿De qué manera puedo justificar que pertenecemos a la misma especie, si no fuera porque tenemos en común que hemos visto la misma película, que hemos visitado el mismo país, o que a las 3 comenzamos la jornada laboral? Ah sí, ahora recuerdo, que además compartimos la misma fisionomía. Nacen bebés sin parar, mientras que algunos superan ya los 100 años. Y entre principio y fin mantenemos lo que ya había antes de nacer y lo que seguirá habiendo después de la muerte. Sería perfecto si no fuera porque esto que mantenemos no sirve para nada, lo cual es de lo más frustrante.

Estoy segura de que si nos propusieran firmar para eliminar las tres cuartas partes de la población, y si supiéramos que iba a ser sin dolor, que nadie iba a sufrir la pérdida de un ser querido, que se iban a esfumar como lo hace una nube, firmaríamos. Yo lo haría. Firmaría ya.

Estoy convencida de que si no fuera por esas leyes, ese conductor me hubiera arrollado, por la sencilla razón de que yo no represento absolutamente nada para él.  Así de simple, así de absurdo.